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Diego Ena

Diego Ena

Pianista. Profesor de piano e improvisación. Afinador técnico de pianos.

Mi historia tocando en bodas

Esta es mi larga historia tocando en bodas. Un proceso en el que pasé de actuar y pensar como todo el mundo, a ofrecer algo muy superior

Cuando tenía quince años empecé a tocar en las bodas del ayuntamiento.


Iba acompañado por un chico que tocaba la viola. Los alumnos del conservatorio podíamos apuntarnos y se nos asignaban ciertos sábados durante el curso para ir a tocar a las ceremonias.


Fueron mis primeras bodas. Mi primer trabajo. Cobrábamos en vales para canjear en tiendas de música.


Como buenos músicos, íbamos vestidos de negro. Empezábamos a las diez y había una ceremonia cada media hora. Diez, diez y media, once, once y media, doce, doce y media… Llevábamos unas partituras clásicas que repetíamos una y otra vez en cada boda.


También estaban siempre los mismos conserjes. Iban vestidos, cómo no, de negro. Siempre con la misma cara de solemnidad acomodando a los presentes y llevando la bandeja con las copas de champán para el brindis final. Entre una ceremonia y otra, se relajaban, reían ruidosamente y hacían comentarios sobre los invitados…


Siempre me tocaban las dos mismas concejalas oficiando la ceremonia.


Una de ellas leía siempre el mismo poema de Cátulo. Hacía la misma introducción y luego leía el poema levantando la cabeza hacia la gente y volviéndola a bajar hacia el texto, una y otra vez. Así durante seis o siete veces al día. Realmente es de agradecer que adornara la ceremonia con dicho poema. Algunos concejales hacen ceremonias bonitas; otros recitan los artículos del Código Civil y poco más.


La otra concejala pronunciaba mal la erre. Parecía que su intervención tuviera más erres que ninguna otra. También decía mal la palabra “cónyuges”. Por lo demás, era muy agradable.


Una vez un invitado nos dio diez euros de propina. Tuvimos la gran idea de dejarlos a la vista para que cundiera el ejemplo. En la siguiente boda llegó antes que nadie un invitado, que lo vio y nos dijo: “¿eso qué ye pa que se vea que aceptáis propina?”. Acabó la boda y no nos dio nada.


Toqué dos o tres años en las bodas del Ayuntamiento, hasta que terminé el conservatorio de grado medio. A los dieciocho años entré en el Conservatorio Superior.


También a los dieciocho años entré en una orquesta de pachanga que tocaba en bodas. Siempre en el mismo restaurante, en el mismo salón, las mismas canciones.


La Orquesta Manhattan.


Me pidieron que comprara un teclado. Lo pagué con los vales del ayuntamiento.


Para que me aprendiera las cuatro horas de repertorio, habían grabado una actuación entera. Me la pasaron en un CD. Sin más. A la semana siguiente teníamos que tocar en Comadres. Fue un entrenamiento auditivo drástico.


Como era una grabación en directo, en el CD quedaron grabados los chistes y comentarios que el cantante decía al público: “empezamos con ritmos básicos, ¡pasodoble!” ; “hoy los padrinos no pierden un hijo… hoy ganan un cuarto de baño”...


Se lo comenté como curiosidad a uno de mis compañeros. Me dijo “ya te acostumbrarás, dice siempre lo mismo”.


Después de Comadres, toqué mi primera boda con la orquesta. Teníamos que empezar a tocar para el baile, y el saxofonista y yo llegamos un rato antes, cuando los novios iban a cortar la tarta.


La dueña del local apareció en ese momento. Miró a los novios, luego se volvió hacia mí, que acababa de montar el teclado, y me dijo: “oye chaval, pega ahí unos trompetazos mientras tanto”.


Después de tres años de tocar tres pases, parar para cenar (la gente de la boda, a nosotros no nos daban nada) y tocar un par de horas extras, la orquesta se deshizo. Fundamentalmente, porque la dueña del restaurante nos la metía doblada diciéndoles a los novios que no hacíamos horas extras y que cobrábamos mucho más que la discoteca.


La discoteca la llevaba su yerno, que tenía un gimnasio y los sábados hacía de Dj.


En ese momento, yo estaba en el tercer curso del grado superior de piano, y toda mi experiencia en bodas corroboraba la opinión de mis insignes profesores, uno de los cuales me contó una vez que:


“tengo un amigo que estuvo en el paro, pasó mucha necesidad, hasta tuvo que tocar en algunas bodas”.


Tocar en bodas era lo más bajo en lo que podía caer un pianista. Nunca les dije nada, claro; les habría dado un jamacuco.


Al año siguiente terminé la carrera con dos matrículas de honor y premio extraordinario fin de grado.



El cambio


Por aquellos años tocaba de vez en cuando con un grupo de bodas que era a la vez instrumental y coral. Sus integrantes tocaban su instrumento y también cantaban. Dos por uno. Cuando el pianista no podía ir, me llamaban a mí.


Siempre tocaban las mismas piezas clásicas y un par de bandas sonoras. En seguida me las aprendí de memoria y llegaba a tocar sin partituras. Siempre me miraban con cara mezcla de reprobación y admiración. Cuando se confundían o había que tocar en algún momento para el que no habían preparado nada, yo me ponía a improvisar o a tocar alguna otra cosa. Salvamos bastantes situaciones así.


A estas alturas, había un doble sentimiento en mí. Por todo lo que me habían inculcado muchos de mis profesores (no todos) y por las experiencias vividas en bodas, realmente creía que el músico de bodas era el paria de los músicos.


Sin embargo, a mí me gustaba tocar. Y me pagaban por ello.


El grupo dos en uno acabó perdiendo fuelle. Decidí entonces comenzar mi propio proyecto bodil.


Pero a mi manera.


Cambié todo lo que no me gustaba de experiencias anteriores para ofrecer algo mejor. Una experiencia musical de la que pudiera sentirme orgulloso.


Tengo que decir que me cansé un poco del camino único y “moralmente aceptable” que te inculcan en el conservatorio. Me abrí paso en la improvisación, la música moderna, el jazz, y todo lo que se me pusiera por delante.


Me atraía la imagen de pianista todoterreno.


Quería que el piano fuera una extensión de mi cuerpo para hacer con él lo que quisiera: música clásica, versiones de música moderna, jazz, improvisar lo que me diera la gana en cualquier estilo.



Mi quehacer profesional llevado a las bodas


Actualmente toco en grupos de soul funk, pop, acompaño a cantantes de varios estilos, toco jazz... Hasta tengo un proyecto en el que toco música antigua con un clavicordio. La versatilidad es una de mis señas de identidad.


Otra de ellas, por cierto, es que no suelo ir a tocar vestido de negro.


En lugar de tocar siempre lo mismo, lo que toca todo el mundo, de forma ñoña, con los ojos clavados en un papel, empecé a tocar mis propios arreglos frescos de música moderna, o interpretar preciosas obras clásicas que nadie hace en bodas, lo cual me parece una gran subida de calidad.


Hay músicos que siguen considerando denigrante tocar en bodas. No tienen en cuenta que desde Bach hasta Bill Evans todos los músicos de la historia han participado en todo tipo de manifestaciones musicales.


Y tengo que decir que, muchas veces, me siento más valorado por una pareja que me contrata, que les gusto como pianista y que se molestan por escoger música y consultarme, que por alguna gente que va a conciertos y ni siquiera escuchan.


De hecho, hay parejas que, después de contratarme para su boda, siguen viniendo a verme a conciertos como los Candlelight o con alguno de los grupos en los que toco.


Así que, a pesar de mis inicios en este mundo (o gracias a ellos), ahora ofrezco una experiencia que considero valiosa, y en buena parte distinta a lo que hay por ahí: calidad, versatilidad… y no ir vestido de luto :)

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